viernes, 22 de febrero de 2008

La saga del imperio púrpura continúa

Lo visto antes, durante y después del recital del mítico Deep Purple sirvió para demostrar que el rock no tiene edades. Días previos al show, muchos hablaban –medio en broma, medio en serio- de que asistirían “puros viejitos” y que había que llevar camionadas de Dencorub o Icy Hot (marcas de ungüentos para personas de la tercera edad), pues se iban a necesitar en grandes cantidades. Bromas aparte, todo ello quedó desvirtuado con un grato panorama que se vivía en las afueras del Estadio Nacional: gente de todos los almanaques, desde padres de familia corriendo de la mano de sus hijos(as) de entre once y catorce años, luciendo cada uno su polo de Deep Purple; hasta filas de adolescentes, con aparente pinta de “reaggetoneros”, pero con el alma roquera y la sangre bien teñida de púrpura.



De derecha a izquierda: Morse, Gillan, Glover y Paice en acción

Esa noche, la tribuna norte del Estadio Nacional dejó de lado su estigma “crema”, aunque no abandonó su condición de trinchera, pues ésta se iba agigantando y hacía notar su lado más salvaje, a medida que la cuenta regresiva corría incesante hasta el inicio del show. Abajo, al pie del estrado, en el Deep Zone, una moderada afluencia de gente permitía desplazarse con tranquilidad por la pista atlética (lo que queda de ella) y, lo mejor de todo, alcanzar una posición privilegiada para estar más cerca de esas “estrellas” que, en pocos minutos, harían brillar la unánime noche limeña. Los cálculos más certeros estiman que asistieron poco más de nueve mil pagantes.

El recital arrancó a las 9 y 20 de la noche, cuando los ecos dejados por Pax se habían disipado por completo. A decir de quienes los vieron (nosotros llegamos justo cuando "Pico" lanzó su: “Viva el Perú, carajo”), el grupo tuvo un grato reencuentro con el público. Los más ovacionados -era de esperarse- fueron el virtuoso "Pico" y el vocalista, "Coco" Silva, quienes arrancaron aplausos sonoros de la concurrencia. Recogiendo opiniones llegamos a la conclusión de que "Coco" fue, es y seguirá siendo la voz número uno del rock en el Perú.

Minuto Cero. Una oscuridad total dio paso a un replandor que tiñó de púrpura el fondo del escenario, mientras que otro de luz blanca apuntaba directamente al rostro de Steve Morse. Luego le tocó el turno a Ian Paice, luciendo sus habituales anteojos oscuros y mostrando sus baquetas; continuó Roger Glover, armado de su mortal bajo; hasta que, finalmente, apareció el histórico, el dueño único y quizás perpetuo de la primera voz del grupo: Ian Gillan. A Gillan se le vio en forma, más delgado y al parecer con menos litros de alcohol en el cuerpo, a comparación de su última visita en 1997. Vestido con un estilo bastante informal (polo, jeans y zapatillas), su aspecto, más que de rockero, parecía el de un típico socio del Regatas Lima en un día de verano, tal como me lo dijo un amigo.

Esa buena forma se tradujo, asimismo, en el estado de su voz. Días antes se habían tejido versiones, a favor y en contra, sobre el estado de las cuerdas vocales de Gillan, y si éstas estarían lo suficientemente preparadas para alcanzar los tonos agudos que requieren algunos clásicos del grupo. Tras una estupenda apertura con Pictures of home, seguida por Into the fire y Strange kind of women, todos los presentes teníamos por fin una respuesta a esa interrogante. Los Deep Purple, como “viejos zorros”, han sabido reelaborar sus interpretaciones y la voz de Gillan ha sido educada para enfrentar al implacable paso del tiempo. Hoy no llega a los tonos altos, es cierto, pero se le oye calculada para encajar con los demás instrumentos, de tal manera que los alaridos a los que le es difícil llegar, son suplantados eficientemente por la plañidera guitarra de Morse, el retumbante bajo de Glover, el mágico sintetizador de Airey y, por supuesto, la explosiva batería de Paice.

Mención aparte merece la performance de Steve Morse, que sobrepasó todas las expectativas. Noche memorable para el rubio ex guitarrista de Kansas, que con sus solos de cuerda se robó el show e hizo retractarse al más ardoroso fan de Ritchie Blackmore. Sus espléndidas idas y venidas por los trastes lograron imitar, casi a la perfección, el sonido de un piano clásico del siglo XVIII o de un acordeón de igual antigüedad. Ya entre la multitud se escuchaba que lo llamaban Steve “Mozart”. Todo ello como preámbulo a una suite de temas inolvidables que empezó con You’ve really got me, de The Kinks (rememorando los sesentas); siguió con Sweet home Alabama, de Lynyrd Skynyrd (los setentas); Sweet Child o’ Mine, de Guns n’ Roses (los ochentas); para coronar su trayecto con el inolvidable Crazy train, en honor a Ozzy Osbourne y Randy Rhoads.

El show del grupo prosiguió con The Battle of rages on y Lazy, para de nuevo dar un respiro a la voz de Gillan, con el solo de teclado de Don Airey. Este, al igual que en México donde interpretó el Jarabe Tapatío, echó a volar al Cóndor Pasa, extendiendo sus alas no sólo por los Andes peruanos, sino prolongando su vuelo hacia otras galaxias cuando remató su tecleo con la fulgurante melodía de Star Wars.

El momento cumbre de la noche llegó por fin. De golpe se escucharon Space Truckin, Highway star y Smoke on the water (con intro del clásico beatlesco You’ve got to hide your love away, a cargo de Morse), tras lo cual estos “dinosaurios” intentaron “extinguirse” del escenario, lo cual fue negado por todos con un “no se vaaaa…Purple no se vaaaa”. Abajo, en la pista atlética, unos cuantos no cabían en su emoción dando saltos interminables, como si tuvieran resortes en las piernas; otros gozaban pletóricos abrazados en círculo y cantando: “gracias a la vida, que me ha dado tanto, conchasumadre”, mientras que unos pocos intentaban flotar en el aire ayudados por unas hojitas de marihuana que esa noche abundó en cantidad (como para “reverdecer” viejos laureles, decían). A su regreso al escenario, con la voz increíblemente igual que al principio, Gillan entonó Hush y cerró el triunfal show con Black night.



Gillan en pleno rictus de agradecimiento a la fanaticada

Si hemos de calificar el recital con un sólo adjetivo, este sería: perfecto. Es cierto que quizá no alcancé para grabar y editar un Made in Lima, al igual que el Made in Japan, pero el espectáculo no tuvo baches, interrupciones, desentonamientos, ni nada por el estilo. Me hubiera gustado escuchar My woman from Tokyo, When a blind man cries, Child in time o Burn; pero vale igual. Abrigamos la esperanza de que estos emperadores del rock regresen muy pronto a nuestra ciudad.

martes, 19 de febrero de 2008

En las puertas del Olimpo

Cuando uno se queda sin empleo, si bien al principio resulta complicado levantarse y empezar de nuevo, con el tiempo, en base a pujanza y sudor, uno puede transformar esa mala experiencia en algo anecdótico. En el mundo de la música la cosa es diferente. Los despidos más notables de la historia del rock, así lo testifican, pues el tiempo terminó dando la razón a las bandas que, fría y calculadamente, optaron por expectorar a esa “roca” que atoraba el rápido discurrir del grupo hacia la cumbre del éxito. Muchos de esos ”separados” pretendieron enfrentar el destierro formando sus propios grupos y, en algunos casos, explotando su primigenio y fugaz paso por la banda pero, en la mayoría de los casos, no lograron salir del agujero del olvido. Esta es la historia de cuatro individuos que tuvieron en sus manos el pasaporte al estrellato, pero que el destino o ellos mismos se encargaron de hacer trizas y se quedaron atascados en las puertas del Olimpo del Rock & Roll.

Pete Best: El beatle que no fue
El de Pete Best puede que sea el caso más emblemático de todos. Luego de haber tocado con Los Beatles por más de tres años, el 16 de agosto de 1962, Best fue despedido por el manager del grupo, Brian Epstein, justo antes que se desatara la explosión beatlemaniaca por todo el mundo. Para esa fecha, George Martin ya se había convertido en el productor de la banda, pero estaba descontento con el estilo de Best. A ello habría que agregar la evidente falta de compromiso de Best con el grupo, pues mientras Lennon, McCartney y Harrison, junto con Stuart Sutcliffe, permanecían juntos después de los ensayos, Best se iba muy orondo a casita. Lo más notorio fue la actitud de Best de no seguir la onda del grupo, como por ejemplo, cuando los demás adoptaron el corte de cabello con flequillo (Mop Top o Principito). La molestia de Best por el despido fue tanta que dejó la música. Comenzó a trabajar como panadero durante un año y después entró a laborar como funcionario del gobierno británico hasta 1988, momento en el que decidió volver al ámbito musical. Hoy a los 65 años, Pete toca algunos clásicos de Los Beatles con su banda The Pete Best Band. Según él, no guarda rencor a Los Beatles y le gustaría juntarse algún día con Paul para conversar de los viejos tiempos. Eso suena más a “arreglar viejas cuentas”.



Pete Best con Los Beatles, entre John y George.
En el recuadro, Pete en el 2005.

Paul Dianno: desterrado por la Doncella
Después de varias idas y venidas, Iron Maiden logró consolidar una formación estable en 1979 con el ingreso del cantante Paul Dianno. Para 1980, Dianno junto con Dave Murray y Dennis Stratton (guitarras), Steve Harris (bajo) y Clive Burr (batería) se convirtieron en la primera e histórica formación de Iron Maiden que grabó su primer álbum que llevó el mismo nombre del grupo, y que incluyó el hit The Phantom of the opera. Sin embargo, aunque esta placa catapultó a los Maiden hacia escenarios de Estados Unidos y Japón, el apego de Dianno por el alcohol y las drogas lo fue absorbiendo física y psicológicamente, hasta que fue expulsado del grupo en 1981. De allí en adelante, con Bruce Dickinson a la cabeza, Iron Maiden se convirtió en un verdadera máquina de éxitos (The Number of the beast, Powerslave, Live after death, entre otros discos así lo confirman). A su favor, los defensores de Paul dicen que si bien no poseía un registro vocal alto, típico del metalero, su manera de cantar destilaba agresividad en el escenario. No obstante, el tiempo le dio la razón a Steve Harris al optar por sacarlo del grupo. Posteriormente, Dianno formó varias bandas pero, como si estuviera tocado por la mala suerte, casi todas tuvieron vida efímera y no perduraron. Actualmente Paul se encuentra de gira realizando diferentes shows tanto en Europa como en otros países (al Perú vino en 2006), y se encuentra abocado a superar los problemas con su adicción a las drogas.



Iron Maiden, con Paul Dianno al centro. En el recuadro,
Paul en su versión siglo XXI

Dave Evans: el vocalista desconocido
Sólo los conocedores más minuciosos de la historia de AC/DC saben que antes de Bon Scott y Brian Johnson, existió un primer vocalista llamado Dave Evans; un británico nacido en 1953, quien acompañó a los hermanos Young entre 1973 y 1974. Evans oficialmente grabó el primer single de la banda “Can I Sit Next To You Girl”/”Rockin’ in the parlour”. En determinado momento, tanto Malcolm como Angus Young sintieron que Evans no era el tipo más apropiado para liderar al grupo en el escenario. Para ellos, la imagen de Evans destilaba más “glam”, al estilo de Gary Glitter. Se dice también que Evans comenzó a tener problemas con el manager del grupo de ese entonces, Dennis Laughlin, a causa del manejo financiero, y que fue este último quien aceleró su salida abrupta y el ingreso de Bon Scott. Por su parte, Evans dice que una de las razones por las que fue expulsado de la banda era su demasiada popularidad entre las chicas. Además, explica que las cosas empeoraron cuando él, personalmente, puso la cara y reclamó a Laughlin a dónde estaba yendo la “pasta” (el dinero) que el grupo estaba obteniendo por las giras y las ventas. Tras su salida de AC/DC, Evans formó varias bandas como Rabbit y Thunder Downunder, pero con muy baja notoriedad, tanto así que decidió realizar presentaciones interpretando temas de su lejano primer grupo. En 2006, grabó un álbum titulado “Sinner”, con temas propios, disco que le ayudó a salir de gira por Estados Unidos, Europa y Australia.



Dave Evans, de saco a rayas en su etapa AC/DC.
Abajo, el actual Dave.

Pete Willis: fuera de la foto
Como fundador de Def Leppard, Pete Willis fue uno de los compositores más importantes en los tres primeros discos del grupo. Su talento para las cuerdas nacía a partir del entusiasmo que lograba transmitir a través de sus interpretaciones y cuya máxima influencia se debía al gran Jimmy Hendrix. Sin embargo, tanta sapiencia fue tirada por la borda por el mismo Willis debido a su irresoluta afición por el alcohol. Willis fue despedido en 1982 y reemplazado casi de inmediato por Phil Collen. Lo más trágico de todo es que su expulsión ocurrió durante la grabación del histórico álbum “Pyromania”, el cual saldría a la luz en enero de 1983 y vendió más de 10 millones de copias. Uno de los singles, “Photograph”, convirtió a Def Leppard en una banda conocida a nivel mundial y el álbum pasó a ser considerado un clásico del rock y del Heavy Metal. Luego de su salida, Willis se juntó eventualmente con Paul Dianno (¡Dios los cría y ellos se juntan!) y Clive Burr (ambos ex-Iron Maiden) en la banda Gogmagog y también fungió de guitarrista de la banda Roadhouse, ambas sin mucha trascendencia.



Una de las primeras formaciones de Def Leppard.
El joven Willis (el segundo, de derecha a izquierda)
sucumbió al alcohol más rápido que los demás.

(Continuará…)

jueves, 7 de febrero de 2008

El disco de Billy

A diferencia de hoy, en los ochentas, la música en las fiestas la ponían los casetes y los discos de 45 y 33 RPM, estos últimos conocidos simplemente como long plays. Había que tener un equipo muy bueno, de alta fidelidad, elevada potencia en watts, y una tornamesa con una aguja finísima y de diamante para que el tono saliera veinte puntos.

Los jóvenes de hoy ni siquiera se imaginan el suplicio que resultaba, a veces, hacer que el agujero de los long plays calzaran por la barrita de la tornamesa o intentar colocar la aguja en el surco exacto de la canción sin equivocarte. En especial, si estabas con unas copas encima. Claro, hoy sólo acudes a la pantalla de la Pc o la laptop, abres una carpeta, marcas las archivos (ya no son canciones) que quieres escuchar, clickeas una y listo, se armó la jarana. Lo mejor de todo es que no tienes que preocuparte en desenfundar ningún disco entre canción y canción; tan sólo dejas que la música siga sonando y tú sigues cheleando con los amigos o afanas sin interrupción a la flaca que acabas de conocer.

Aunque suene complicado desde una perspectiva actual, el hecho de manejar los discos de 45 y 33 RPM igual tenía su encanto, pero, como ocurre hoy con los CD’s (originales), había remotas posibilidades de adquirir un long play, debido a su elevado costo. Y de veras que en esa época era un problema conseguir música, porque si no tenías plata para comprar discos o tu viejo te la negaba porque decía que eran “puras huevadas” o no tenías un trabajito o ahorros extra, caballero tenías que recurrir a tus cintas Maxell y grabar la música directamente de la radio, con el riesgo de que en medio de la fiesta se escuche la voz del discjockey anunciando llamadas del público o dando la 7 y 40 de la mañana, cuando en realidad eran las 11 y pico de la noche.

Recuerdo que a finales de 1984, a mis 14 años de edad, compré el Greatest Hits de Billy Idol, gracias a los poquitos ahorros que guardaba, pero sobre todo a la gruesa propina que me caía de alguna parentela comprometida con mi causa. La verdad es que hasta ese momento, del Barón Británico del Rock solamente conocía Eyes without a face y Baby Talk. Ese par de temas sonaban tanto en las radios limeñas, que me convencieron de ir, junto a un buen amigo que hoy es médico, a la entonces discotienda Héctor Roca (del jirón de la Unión, a una cuadra de la iglesia de La Merced) y comprar el disco de marras. Recuerdo que no sólo compré ese long play sino que, de yapa, me llevé el Make it big, de un dúo llamado Wham!, que por esos días recién empezaba a sonar con una cancioncilla media tonta: Wake me up before you go-go, pero que más tarde se convertirían en todo un suceso mundial con la balada rompe venas: Careless Whispers.

Ocurre que luego de escuchar el Greatest Hits me di cuenta de que, efectivamente, justificaba su pomposo título. El primer surco era Rebell Yell, le seguían Hot in the city, Do not stand in the shadows, White weeding, Blue highway y, claro, el archimanoseado Dancin’ with myself, un verdadero himno al onanismo, pero que en ese tiempo, nadie tenía el tiempo ni la sapiencia para analizar a fondo el significado de su letra. Pero no sólo ocurrió eso, sino que “mi Lp”, ese que me había costado mis ahorritos y propinas, se convirtió en el más pedido, no sólo de mi barrio, sino de otros barrios de Pueblo Libre, distrito al cual acababa de mudarme recién hacía un mes.

La cosa es que a una semana de haberlo estrenado en el viejo y pesado equipo Emerson de mi padre, unos amigos me fueron a buscar a casa para ir al infaltable tono sabatino, de esos que siempre aparecen de casualidad. “Lleva tu disco de Billy, por si acaso”, me dijo uno de ellos, muy previsor y con algo de experiencia fiestera. Yo no quise llevarlo porque temía que se rayara o me lo robaran. Finalmente accedí a regañadientes.

Y hacia allá fuimos, cada uno puesto encima esos pantalones que llevaban una línea que rodeaba las caderas y las camisas típicas de la época. Yo cargaba con delicadeza el disco de Billy Idol, cuan si fueran documentos Top Secret de la CIA. Al llegar a la fiesta, me presentaron a la dueña de la casa: una chica que estaba en algo y que tendría unos 15 o 16 años. Cuando vio el disco, la nena abrió los ojos y comenzó a gritar emocionada: ¡el disco de Billy Idol, el disco de Billy Idol! Los chicos y chicas que atestaban la sala y el comedor aplaudieron y lanzaron un ¡yeeeeehh!, como celebrando la llegada los payasos o los regalos sorpresa a una fiesta infantil. Unos segundos después, la flaca se perdió entre el mar humano, mientras mis amigos y yo nos quedamos en un rincón de la sala, esperando los cócteles. Chelas no había para los de nuestra edad.

En cuestión de minutos, Billy Idol y Steve Stevens, su guitarrista, se convirtieron en los dioses de la noche. Las canciones saltaban de una a otra sin detenerse y hasta se escuchaban gritos de repetición. Desde mi sitio oía con estupor cómo la aguja se estrellaba con la superficie del vinilo, rebotando y provocando luego un ¡Crruuujjj!, que golpeaba los tímpanos impunemente. Unas horas después, la fiesta acabó para nosotros aunque la sala seguía repleta como al principio. Con mucha tenacidad logramos rescatar a Billy de entre la multitud y finalmente alcanzamos la calle, no sin antes escuchar desde adentro algunas voces que pedían que no nos fuéramos, o que, en todo caso, dejáramos el disco y que después nos lo devolverían, a lo cual nosotros respondíamos acelerando nuestra huída de ese lugar.

A partir de ese sábado, a toda fiesta que acudíamos, con o sin invitación, no dejaba de llevar ese disco tan preciado. La vara del gran Billy era tanta que a veces llegábamos a los tonos y veíamos una cantidad enorme de chicos y chicas (conchudos ellos) aguardando que los dueños de casa les permitieran entrar. En cambio nosotros, muy campantes y seguros de “nuestro ilustre compañero”, nos plantábamos en la entrada, tocábamos el timbre sin ningún desparpajo y al salir el dueño o dueña de la fiesta, lo primero que le poníamos en sus narices, cuan si fuera una placa de la Policía o una orden del juez, era la tapa del Greatest Hits. De inmediato, las puertas se abrían de par en par. “Han traído el disco de Billy Idol, pasen muchachos!”. Desde adentro se escuchaban los “uuuuhh” y los “bueeena” y otras señales de jolgorio por la llegada de los ilustres visitantes. No me refiero a nosotros por supuesto, sino al gran Billy y a Steve.

Aquella temporada fue inolvidable. El disco de Billy fue nuestra clave de acceso para que ningún sábado nos quedáramos en la calle, ya sea en Pueblo Libre, San Miguel o Magdalena. Apenas recuerdo la cantidad de casas a las que logramos ingresar (suena como las memorias de un "choro" ¿no?) pero creo que fácil llegaron a las veinte. Tiempo después, ya casi por marzo de 1985, nuestro periplo triunfal culminó cuando la tapa del disco quedó hecha añicos y el vinilo dañado por las rayaduras de todo calibre.

Los chicos que formaban mi círculo de amigos en esa época se deben acordar de todo. Dos de ellos se marcharon a Chile y otros dos a Estados Unidos en busca de mejores perspectivas de vida -como muchos otros peruanos-. Uno es médico y vive (aún) en Perú al igual que yo. Es difícil hoy en día que ocurra un fenómeno igual al que nos sucedió. La desconfianza por la inseguridad y los miedos han levantado cercos en los frontis de las casas, pero sobre todo en los corazones de la gente. Difícil admitir también que hoy pueda existir un disco “abrepuertas” tan igual o mejor que el de Billy Idol. Gracias Billy.